25/5/09

Retorno en una caja de zapatos


No sé como se había levantado el mundo, pero algo raro pasaba. Me sentía como Gulliver durante su viaje por Liliput. Menos mal que tras recobrar el sentido, me di cuenta que estaba en el autobús de vuelta a casa para un fin de semana express. Eso si, el resto del camino debía hacerlo sin noticias del mundo exterior. En un abrir y cerrar de ojos, alguien decidió que el recinto del autobús se convertiría en una comuna y todo sería de todos (tal vez no todo, únicamente mi periódico, pero mio al fin y al cabo) ¿Qué le costaba pedírmelo? Pero bueno, no pasa nada. Un gran (y breve) fin de semana me esperaba.
Sin embargo, el mundo seguía moviéndose a su antojo. ¡Mi madre no había hecho sus macarrones! Vale, tampoco pasa nada. Tenía antojo, tanto tiempo, pero bueno, iba a ser un buen fin de semana. Antes tocaba algo de estudio, porque los exámenes están al acecho, como las leonas tras la gacela. Vale sí, si un examen te sale mal no acabas en la barriga de alguien (aunque se de algún profesor que disfrutaría merendándose a más de uno) pero el miedo que da también es mucho.
Y ya por fin llega la noche. Una noche como las de antes, empezándola y terminándola como antes. Con historias que nunca me cansaré de escuchar, sitios que nunca me cansaré de visitar, taxis que nunca me cansaría de coger...Tenía muchas esperanzas puestas en este día, y no me defraudó. ¿Y por qué tantas ganas? Porque en dos meses, voy a tener la ausencia de esto y quise exprimir cada gota. Hay momentos que piensas: "¿Por qué no puede todo seguir como siempre?", pero inmediatamente (al menos en mi caso) la respuesta aparece por si sola: me encanta que el mundo se mueva a su antojo. De acuerdo que muchas veces, cuando las cosas escapan a tu control es cuando prefieres que todo se quede como está. O simplemente por el mero hecho de que sencillamente todo te gusta donde está. Pero el enfrentarte a las novedades y disfrutar (y aprender) de ellas, también es una grata sensación. Así que este fin de semana me vino muy bien para empezar a cargar las pilas de todo lo que echaré de menos.
Tras disfrutar de todos y cada uno de esos momentos, volví a coger de nuevo una caja de zapatos y me puse otra vez en el camino que el mundo mueve a su antojo, un camino en el que disfrutaré de todas las extrañas y curiosas coincidencias que se me pongan por delante.

10/5/09

El niño y los dientes de león


Ismael era un niño joven, muy joven. De sonrisa tierna y a la vez traviesa, pelo color castaño como los arboles que rodeaban su casa y ojos color tostado como las espigas de maíz que crecían en los campos que miraba hipnotizado a través de su ventana. Acababa de cumplir 5 años, y vivía muy feliz en las montañas. Su diversión favorita era correr entre los numerosos campos de dientes de león que crecían a los pies de su casa. Se quedaba fascinado viendo como las flores salían volando a su paso. Corría hasta que no podía más y caía al suelo. Se quedaba mirando al cielo que se alzaba majestuoso sobre él. Mientras estaba tumbado, se dedicaba a observar las formas de las nubes que pasaban por encima de él. Cuando se recuperaba, volvía a ponerse en pie y continuaba corriendo. En ocasiones, simplemente se sentaba entre las flores, las cogía entre sus manos y soplaba. Y seguía con sus ojos a las flores volando, hasta que las perdía de vista. Ismael fantaseaba sobre adonde irían a parar esos dientes de león. "¿Irán a una ciudad?" "¿Si es así, se parará la gente a mirar como vuelan igual que hago yo?" Y así pasaba sus tardes de verano el pequeño Ismael...